miércoles, 31 de octubre de 2012

La Vaca Loca


LA VACA LOCA

Por: Óscar Hernán Álvarez García

                                                         
Perico de origen gallego, era larguirucho pecoso y pelirrojo. Y además era, con toda seguridad el único pastorcillo con gafas. Gracias al cura que se las consiguió para que al fin pueda ver bien, especialmente de lejos.

Y así con sus gafas nuevas y tímido por naturaleza, Perico solo de lejos espiaba a la Mari, la hija del panadero, niña también silenciosa y soñadora, cuando por las mañanas se iba al huerto a recoger las lechugas o los tomares, o cuando de regreso de la escuela, se paraba a recoger florecillas.

Una vez, ella lo sorprendió mirándola.

Él se ruborizó hasta ponerse como un tomate y eso no lo soportaba. Entonces, en vez pararse un segundo y ver que ella también se ponía roja, pensó que se reía de verlo así y solo atinó a decirle groserías y salir corriendo lleno de cólera con ella y consigo mismo, dejando más encolerizada aún a la Mari.

 — “Será tonto el zagal...” — refunfuñaba decepcionada, porque también ella suspiraba por él, ahora, si hubiera podido le habría dado de bofetadas.

En el pueblo, tempranito, las vacas vienen solas a los portales de las casas para ser ordeñadas. Así que por las mañanas las calles se convierte en un ir y venir de vacas que van a sus respectivas casas. Vienen con su pachorra, con sus ubres cargadas, rumiando mansamente la hierba fresca del desayuno. Y, además, educadas ellas, tal parece que unas y otras se saludaran:

— Muu (“como está doña florinda”)

— Muuuuu (“muy bien doña Domitila, y usted?”)

Pero también hay alguna, díscola, que aún con muy buena leche, tiene malas pulgas, y entra al pueblo bufando y envistiendo a cualquier cristiano que se le cruce. La llamamos la “vaca loca” y los vecinos saben bien guardarse de ella cuando la dueña de la “vaca mala”, la vecina de la Mari, grita:

— ¡Que viene la  vaaaca ! —entonces, todo el mundo se mete tras de sus puertas, porque ya están enterados de sus tremendas envestidas, tanto, que ni los mozos se atrevían a jugar con ella.

Esa mañana, viniendo del huerto más temprano que de costumbre y con la cesta cargada de hortalizas, frescas del rocío, sabe Dios a qué príncipe pelirrojo le estaría llevando su imaginación, a la Mari, la del panadero, que no oyó el

—“¡que viene la vaaaca !“ — el grito de su vecina 

Solo vio a la vaca cuando con sus grandes cuernos y resoplando se plantó a unos quince metros, justo frente a ella.

No reaccionó, se quedó paralizada mirándole los ojos de endemoniada mientras raspaba el suelo, entonces partió y desde los quince metros la vaca fue cogiendo velocidad, algunas mujeres tras las ventanas gritaban, se tapaban los ojos, o decían plegarias de urgencia al Señor. Y cada vez faltaban menos metros. Mari seguía paralizada, se le cayó la cesta con los tomates y las lechugas que traía de la huerta

— ¡mamm...

Quiso gritar “¡Mamá!” pero tenía un nudo en la garganta, la voz se le había ido, las piernas le temblaban, en un instante comprendió que moriría, que esta vez no estaba su padre para ayudarla.

En segundos, a una velocidad endiablada la vaca seguía acercándose y faltaría solo uno o dos metros cuando ella apretó los ojos muy fuerte para no ver su fin.

Entonces, sin saber de donde, ni cómo, sintió un topetón que la tiró al suelo, pero no por delante, por donde venía la vaca, si no por la izquierda, y con las mismas, una fracción de segundo después, como si tuviera la fuerza de diez hombres, sintió que el Perico la cogía por la cintura y corría con ella hacia la puerta de la Antonia

La vecina con las justas pudo abrirles la puerta y cerrarla con la vaca afuera, resoplando y dando cornadas enfurecida contra la puerta.

Nadie podía imaginarse, que una niña de diez años pudiera enamorarse y menos de golpe, pero era verdad.

Desde entonces cada vez que cerraba sus ojos antes de dormir, traía a la memoria esa tarde, la más emocionante de su vida. No necesitaba sueños más dulces: Ella miraba los ojos, del niño pecoso que aún la tenía aprisionada por la cintura y que no hubiera querido que la soltara nunca.   

El Perico, esa tarde también se derretía de placer, de amor, porque su sueño se había hecho realidad, y esta era más bonita aún que el sueño, incluso él mismo se sorprendía que hubiese sido tan valiente, y es que realmente había salvado a la niña que hacía ya tiempo con todo su corazoncito de  doce años estaba queriendo.

¡Qué muchacho enamorado no hubiera querido tener esa suerte!

A propósito, les cuento que, el Perico y la Mari, nunca más se separaron, que pocos años después se casaron y que muchos años después, a sus 85 y 83 años, con siete hijos, 33 nietos y no se cuantas decenas de bisnietos, aún ahora cuando se miran viven en sus ojos, intacto, el amor que esa vaca loca selló aquella mañana para el resto de sus vidas. Para los que no creen en el amor, les cuento esto, yo, que soy uno de esos siete hijos con cinco de los 33 nietos que nacieron fruto de ese amor…
 
FIN

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