Por: Óscar Hernán Álvarez García
Perico de origen gallego, era larguirucho pecoso y pelirrojo. Y además era, con toda seguridad el único pastorcillo con gafas. Gracias al cura que se las consiguió para que al fin pueda ver bien, especialmente de lejos.
Y así con sus gafas nuevas y tímido por
naturaleza, Perico solo de lejos espiaba a la Mari , la hija del panadero, niña también
silenciosa y soñadora, cuando por las mañanas se iba al huerto a recoger las
lechugas o los tomares, o cuando de regreso de la escuela, se paraba a recoger
florecillas.
Una vez, ella lo sorprendió mirándola.
Él se ruborizó hasta ponerse como un tomate y
eso no lo soportaba. Entonces, en vez pararse un segundo y ver que ella también
se ponía roja, pensó que se reía de verlo así y solo atinó a decirle groserías
y salir corriendo lleno de cólera con ella y consigo mismo, dejando más
encolerizada aún a la Mari.
— “Será
tonto el zagal...” — refunfuñaba decepcionada, porque también ella suspiraba
por él, ahora, si hubiera podido le habría dado de bofetadas.
En el pueblo, tempranito, las vacas vienen
solas a los portales de las casas para ser ordeñadas. Así que por las mañanas
las calles se convierte en un ir y venir de vacas que van a sus respectivas
casas. Vienen con su pachorra, con sus ubres cargadas, rumiando mansamente la
hierba fresca del desayuno. Y, además, educadas ellas, tal parece que unas y
otras se saludaran:
— Muu (“como está doña florinda”)
— Muuuuu (“muy bien doña Domitila, y usted?”)
Pero también hay alguna, díscola, que aún con
muy buena leche, tiene malas pulgas, y entra al pueblo bufando y envistiendo a
cualquier cristiano que se le cruce. La llamamos la “vaca loca” y los vecinos
saben bien guardarse de ella cuando la dueña de la “vaca mala”, la vecina de la Mari , grita:
— ¡Que viene la vaaaca ! —entonces, todo el mundo se
mete tras de sus puertas, porque ya están enterados de sus tremendas
envestidas, tanto, que ni los mozos se atrevían a jugar con ella.
Esa mañana, viniendo del huerto más temprano
que de costumbre y con la cesta cargada de hortalizas, frescas del rocío, sabe
Dios a qué príncipe pelirrojo le estaría llevando su imaginación, a la Mari , la del panadero, que no
oyó el
—“¡que viene la vaaaca !“ — el grito de
su vecina
Solo vio a la vaca cuando con sus grandes
cuernos y resoplando se plantó a unos quince metros, justo frente a ella.
No reaccionó, se quedó paralizada mirándole
los ojos de endemoniada mientras raspaba el suelo, entonces partió y desde los
quince metros la vaca fue cogiendo velocidad, algunas mujeres tras las ventanas
gritaban, se tapaban los ojos, o decían plegarias de urgencia al Señor. Y cada
vez faltaban menos metros. Mari seguía paralizada, se le cayó la cesta con los
tomates y las lechugas que traía de la huerta
— ¡mamm...
Quiso gritar “¡Mamá!” pero tenía un nudo en
la garganta, la voz se le había ido, las piernas le temblaban, en un instante
comprendió que moriría, que esta vez no estaba su padre para ayudarla.
En segundos, a
una velocidad endiablada la vaca seguía acercándose y faltaría solo uno o dos
metros cuando ella apretó los ojos muy fuerte para no ver su fin.
Entonces, sin saber de donde, ni cómo, sintió
un topetón que la tiró al suelo, pero no por delante, por donde venía la vaca,
si no por la izquierda, y con las mismas, una fracción de segundo después, como
si tuviera la fuerza de diez hombres, sintió que el Perico la cogía por la
cintura y corría con ella hacia la puerta de la Antonia
La vecina con las justas pudo abrirles la
puerta y cerrarla con la vaca afuera, resoplando y dando cornadas enfurecida
contra la puerta.
Nadie podía imaginarse, que una niña de diez
años pudiera enamorarse y menos de golpe, pero era verdad.
Desde entonces cada vez que cerraba sus ojos
antes de dormir, traía a la memoria esa tarde, la más emocionante de su vida.
No necesitaba sueños más dulces: Ella miraba los ojos, del niño pecoso que aún
la tenía aprisionada por la cintura y que no hubiera querido que la soltara
nunca.
El Perico, esa tarde también se derretía de
placer, de amor, porque su sueño se había hecho realidad, y esta era más bonita
aún que el sueño, incluso él mismo se sorprendía que hubiese sido tan valiente,
y es que realmente había salvado a la niña que hacía ya tiempo con todo su
corazoncito de doce años estaba
queriendo.
¡Qué muchacho enamorado no hubiera querido
tener esa suerte!
A propósito, les cuento que, el Perico y la Mari , nunca más se separaron,
que pocos años después se casaron y que muchos años después, a sus 85 y 83 años,
con siete hijos, 33 nietos y no se cuantas decenas de bisnietos, aún ahora cuando
se miran viven en sus ojos, intacto, el amor que esa vaca loca selló aquella
mañana para el resto de sus vidas. Para los que no creen en el amor, les cuento
esto, yo, que soy uno de esos siete hijos con cinco de los 33 nietos que
nacieron fruto de ese amor…
FIN
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